Mi madre, a pesar de una traición que estuvo a punto de destrozarla a ella y a sus cuatro hijos, decidió casarse a los 47 años, y fue la página más conmovedora de su vida.

Últimamente oigo decir cada vez con más frecuencia que es casi imposible que una mujer divorciada, sobre todo con hijos, encuentre un hombre decente. A partir de cierta edad, la vida parece apagarse y el amor se convierte en un espejismo. Pero permítanme que les hable de mi madre: una mujer que crió sola a cuatro hijos y encontró la felicidad a los 47 años, cuando muchos ya se resignan a la soledad.

Mi madre – Carmen
Carmen me dio a luz tarde, a los 34 años. No tenía prisa, soñaba con estabilidad y seguridad. Pero el destino quiso otra cosa. Mi padre, Javier, era irresponsable y frío. Estaba cerca, pero como una sombra: no participaba en el cuidado ni en la crianza. Cuando yo tenía seis años, mi madre descubrió que estaba embarazada de trillizos.

Un regalo con sabor amargo
Tenía unos cuarenta años. Los médicos la convencieron para que renunciara al embarazo. Pero mamá, terca y fuerte, decidió luchar hasta el final. Así nacieron tres niños: Mateo, Diego y León. Se convirtieron en su razón de ser. Pero Javier… desapareció. Al principio incluso nos ofreció vender nuestro piso de Málaga para comprar una casa en Sevilla. Mamá confió en él. Firmó los papeles. Y él huyó, dejándonos sin nada. Resultó que había tenido otra mujer hacía mucho tiempo, una vida tranquila sin niños gritones ni noches en vela.

Años sola
Carmen se quedó sola, sin dinero, con cuatro hijos en un piso de alquiler en las afueras de Valencia. Trabajaba hasta la extenuación: de día en una fábrica, de noche en una empresa de limpieza. Dormía dos horas seguidas. A veces la confundían con la abuela de sus propios hijos, tan cansada y vieja.

Pero había algo más que ardía en ella: amor y fe. Incluso en los momentos más difíciles, encontraba fuerzas para sonreír y abrazar.

Un encuentro inesperado
Un frío día de otoño, paseábamos por un parque de Barcelona. Yo ya era adolescente y mis hermanos retozaban en el patio. Entonces se nos acercó un hombre con una sonrisa amable.

Nos dijo: “Una mujer tan guapa no debería estar tan triste”. Mamá respondió bruscamente y se alejó como si huyera de un fantasma. Después de la traición, no confiaba en nadie.

Pero él volvía. Casualmente, como de pasada. Se llamaba Louis. No se imponía, simplemente estaba allí. Contó algunas historias divertidas, trajo dulces a los niños. Mamá se rió por primera vez en años.

Cuatro meses después, Louis se arrodilló.

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